martes, 25 de marzo de 2014

Extracto de "La voz del Norte"

Recomiendo leerlo con esta increíble canción del FFX:




Soñé encontrarme un reloj de cuerda, un instante después de haber terminado de observarlo aparecí dentro de los engranajes. Tenía que saltar de uno a otro para no caerme y evitar destrozar mi cuerpo, todo estaba en movimiento, armonioso y lento, pero continuo.

Más tarde aparecí en una singular ciudad. Yo estaba en un tejado curvo en forma de cúpula india, de un metal parecido al bronce, de color amarillo apagado que brillaba a la luz del atardecer.

El paisaje era complejo, pero sobre todo extraño. Me agarraba a una vara que salía desde el vértice de la cúpula, desde donde podía observar todo aquello. Había casas, calles, parques y un río que cruzaba la ciudad, con su respectivo puente. Todo tenía el color del atardecer dado por la puesta de sol que caía y caía, aunque pareciera no moverse.

Las casas se encontraban muy juntas, cualquier persona en buena forma podría saltar de un tejado a otro; estaban formadas por piedras, y se distinguían los bloques uno por uno; sus ventanas eran normales, compuestas por un marco de madera y cuatro cristales. Las tejas de las cubiertas eran más oscuras, del mismo color que el de la madera.

Las calles, al igual que las casas, estaban compuestas de pétreos sillares; una calzada interminable del color del latón invitaba a los transeúntes a recorrerla lentamente, escuchando las historias y hazañas que tuviera que contar.

Los parques eran lo más inusual que había allí, las briznas de hierba eran cortas pero esbeltas, y jugaban entre ellas en un eterno baile al son del viento. Sin embargo, los árboles… Los árboles estaban compuestos por relucientes engranajes, ya fueran el tronco, las ramas o incluso las hojas.

El puente estaba hecho de las mismas rocas que la calzada de las calles, con la excepción de dos barandas de madera, con sus balaústres en forma de jarrones.

Y el río en un principio parecía normal, teñido por el atardecer y con las aguas calmadas, nunca en movimiento, siempre quieto, a excepción de los momentos en los que el viento decidía molestar su profunda tranquilidad.

Lo que yo ignoraba era que, todo, excepto el río, tenía por dentro cientos y cientos de engranajes que siempre giraban.

Miré a mi izquierda y encontré a una persona observando la puesta de sol. Llevaba un chaleco cerrado, de color marrón oscuro y con botones amarillos. De él salían unas mangas largas blancas, y su pantalón iba a juego, sujetaba la chaqueta de su traje sosteniéndola dentro del arco que formaba su brazo desde su hombro hasta su mano, dentro su bolsillo, dejando ver sacado el pulgar y una parte del interior, de color blanco. El color de su pantalón era de marrón claro, más bien beige. Sus zapatos de un marrón muy oscuro, en un principio creí que eran negros, pero el brillo del sol en su empeine demostró unas trazas de un marrón aclarado por el foco de luz. Tenía un sombrero de color marrón oscuro, aunque no tanto como sus zapatos, y un lazo negro típico de ese tipo de sombreros.

Parecía que ese tipo tenía una tremenda devoción por el marrón, jamás vi a otra persona que llevara más prendas del mismo color. Todo eso contrastaba con una no demasiado larga melena.

No, no era castaña aunque fuese lo más lógico de pensar, era increíblemente rubia. A decir verdad, el color de la persona armonizaba mucho con aquel paisaje; con el latón, que resplandecía amarillo, cercano al marrón apagado claro.

Sus ojos eran probablemente azules, nunca he visto a una persona rubia con ojos de otro color, excluyendo el verde, aunque quizá ésos sean más difíciles de ver. Digo probablemente porque, a decir verdad, lo único que no permanece en mi memoria son las pinceladas de sus ojos.

Es extraño. Normalmente, cuando me fijo en una persona, lo primero que observo es su alma a través de sus ojos; sin embargo con él no fue lo mismo. Me fijé y no recordé, debe ser porque fue un sueño, o quizá porque mi mirada se desvió, cegada, hacia su sonrisa.

No era una sonrisa normal. Expresaba y ocultaba alegría, era de triunfo y de agrado, pícara pero mostrando las dos hileras de dientes, y aun así no parecía sonreír de una forma grotesca o forzada, simplemente no estaba abriendo sus labios al completo, entrecerrados y abiertos del todo al mismo tiempo.

Tenía una sonrisa alargada, y su colmillo izquierdo sobresalía encima de los otros, pero no parecía ser de mayor tamaño, quizá por la colocación, la inclinación, o porque estaba apretando de más ese lado, quién sabe. Tenía unos labios finos, pero no demasiado, acordes con su ser, del color apropiado, una nariz pequeña y un poco respingona, bastante fina aunque en su justa medida.

A decir verdad, era muy bello y joven, a simple vista parecía incluso delicado, pero recuerdo un efecto que provocó en mí su mirada, no me acuerdo de la forma de sus ojos, de su color o de cómo me miró, sólo recuerdo qué sentimiento desprendió en mí, un sentimiento completo de confianza.

El tipo estaba muy seguro de sí mismo, y es ahí, no sólo en su físico, donde radicaba su belleza. Parecía una mirada inquebrantable, tan segura… apuesto a que siempre había tenido la misma ante cualquier situación, parecía impoluta, perfecta. Definitivamente no era una persona débil, más bien todo lo contrario.

Sin poder evitarlo, desde la distancia, llamé la atención al chico al que tanto tiempo había estado observando.

-¡Eh! ¿Quién eres?-pregunté.

-¿No debería preguntarle yo a aquél que tan indiscriminadamente me observa?-respondió, sin cambiar de rumbo su mirada.

-Lo siento, me llamo Élari-dije, cortésmente.

-Tranquilo, no pasa nada, yo soy Taido, encantado-respondió, sonriendo levemente, sin despegar sus dos labios.

-¿Qué haces aq…-intenté decir, antes de que Taido me cortase.

-¿Por qué no vienes a este tejado? Tiene barandilla y es más cómodo para apoyarse, en ése no estás seguro, además, el suelo cambia de vez en cuando, deberías buscar un sitio fijo-dijo, advirtiéndome.

Parecía agotado después de haber dicho todas esas palabras seguidas, aunque, a decir verdad, parecía que había descansado más de lo habitual y eso le provocaba aún más cansancio.

-Dime, Élari, ¿quién eres tú y qué haces aquí?-preguntó, aún sin dirigirme la mirada.

-No lo sé, aparecí aquí, de repente-respondí, sin convencer a nadie.

Me atrevería a decir que no le importaba nada y que no me estaba escuchando, por lo que a cualquier respuesta habría respondido “vale” sin pensarlo siquiera. O eso creí.

-Eso no responde a ninguna de las dos preguntas, mi ingenuo amigo Élari-dijo, mirando la puesta de sol-. Quizá si respondo yo antes por ti seas capaz de decirlo por tu cuenta: soy Taido, no tengo oficio y lo que estoy haciendo aquí es mirar la infinita puesta de sol.

-Ah, perdón. Yo soy Élari, tampoco tengo oficio pero sí un objetivo, llegar a ser tan fuerte como mi padre, o incluso aún más. Y lo que estoy haciendo aquí no es más que hablar contigo-dije, esperando haber acertado con las respuestas.

-Bien, Élari, ahora que nos conocemos, espero que estemos mucho tiempo juntos y que los dos aprendamos cosas de ambos, y ahora, ¿por qué no te apoyas en la barandilla, te acomodas y observamos juntos el horizonte?-dijo, al fin mirándome a los ojos.

-Está bien.

Me acomodé como pude en la barandilla, al principio me pareció demasiado estático y quería moverme o irme a otro lugar, y Taido lo notó.

-Relájate, Élari. Si sientes la necesidad de moverte por tu cuenta, de escapar o de cambiar de postura, mira al suelo, todos esos edificios en movimiento , los engranajes que van moviendo los puentes , cambiando las barandillas y las aceras, los jardines de latón e incluso uniendo habitaciones, dándole tejado a casas que no lo tienen y quitándoselo a las que sí. Obsérvalo todo en un lento movimiento y comprenderás que ellos se mueven por ti. Si por el contrario sientes la necesidad de quedarte quieto, tranquilo y alegre, mira al horizonte, mira esa puesta de sol tan larga e infinita y esa gran bola dorada que nunca cae tras las montañas, aunque sí que lo parezca. Y, aunque no lo creas, siempre estará allí, será eterna, tienes todo el tiempo del mundo y todo el que quieras para mirar el horizonte-dijo, con un lento ritmo en su voz tersa y suave.

Y entonces miré al suelo. Al principio no veía más que engranajes moviéndose de un lado para otro, sin ningún sentido ni orden, pero, al cabo de un rato, por fin hallé su belleza. No tuve que mirar más que unos minutos para comprender que no se movían al azar y que seguían un orden preciso y precioso, era un ambiente idóneo para descansar, quedarse quieto con un buen compañero y no hacer nada más que respirar y mirar la puesta de sol como me había dicho Taido. Esa gran esfera que parecía moverse, cayendo detrás de las montañas y, sin embargo, siempre estaba en la misma posición. A algunos les podría parecer estresante, pero creo que en ese lugar nada podría irritar a nadie.

Pasaron las horas y, aunque no sabía ni quién estaba a mi lado y ni quien estaba a mi lado sabía quién era yo, no nos preguntamos en ninguna ocasión algo más de lo hablado anteriormente y seguimos mirando al sol.

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